La Fantasía Taurina

Pareciera que en cada ocasión en la que se pretende resolver el debate sobre el aborto mediante alguna reconsideración respecto al desarrollo de ciertas cualidades físicas en los fetos humanos  que pudieran aclarar en qué punto, por ejemplo, se le puede considerar una forma de asesinato, nos quedamos a un paso de la verdadera discusión. Hay algo así, sobre todo en el planteamiento pro-vida, como una inquietud sobre el destino final de sus palabras, como si dadas las condiciones ideales para su mensaje, éste pudiera llegar a los oídos adecuados. Estos “oídos adecuados” son, por supuesto, los oídos de las mujeres que se encuentran decidiendo sobre el destino de su producto. Las condiciones adecuadas, de nuevo en el planteamiento pro-vida, serían aquellas en las que a las mujeres “no les quedara de otra” que aceptar la supuesta razón abducida. Así pues, esta sensación de que los argumentos explícitos en el debate sobre el aborto no dan al blanco a su vez indica el por qué --el único escenario en el que serían efectivos es en el que se tuviera un total control de las prácticas (de las) abortistas. La evidencia quizás más contundente de que en realidad el punto en discusión es el control de las decisiones de las mujeres se da cuando los interlocutores pro-elección hacen notar este deseo de control y la postura pro-vida responde con los mismos argumentos sobre la “moralidad” de la acción como si siguieran discutiendo el mismo tema. El complejo de estructuras detrás de tal fantasía* queda mejor retratado mediante la siguiente sugerencia en forma de pregunta retórica, ¿cómo se comportaría una mujer con la capacidad de abortar “a placer” según el imaginario pro-vida?
La falta de condiciones mínimas para un acuerdo respecto del tema fue el punto en común entre ambos debates que me sugirió la siguiente lectura de la llamada fiesta taurina. ¿No será acaso que la inmunidad de los “taurinos” a los argumentos explícitos sobre el dolor animal indica también una discrepancia fundamental sobre qué se discute? A pesar de que la basta mayoría de taurinos siente gran respeto por los toros de lidia, la innegable presencia de un sistema nocioceptor en dichos animales y los detallados estudios sobre el sufrimiento durante la lidia no constituyen disuasivos relevantes para ellos respecto a la tauromaquia. La respuesta inmediata que pretende explicar tal actitud como un apego a la tradición y su consecuente supeditación del dolor animal a los valores inherentes a dicha práctica  parece también obviar que la desaparición de tradiciones y folclor no suele producir una discusión tan polémica. La desaparición de ciertos rituales, desde los bailes indígenas hasta “ir a misa el domingo”, produce a lo mucho cierta preocupación nostálgica. El exceso obsceno en la pasión que evoca la defensa y el ataque al fenómeno taurino parece más bien indicar que no sólo no discutimos lo mismo, sino que, como en el caso del debate sobre el aborto, ese algo más que no decimos explícitamente tiene mucha importancia relativa.
Existen ciertos tópicos que apuntan a la estructura psicológica del fenómeno, o para usar de manera más consecuente la jerga lacaniania: escenarios que descubren parte de sus rasgos estructurales. No es poco frecuente encontrarse con descripciones que caracterizan la lidia como una lucha entre el torero y el animal y que a su vez colocan tal conflicto en algún punto de una gama de acercamientos freudianos que van desde la burda identificación del toro con el falo hasta la generalización total en la que se pretende ver una lucha contra lo ominoso. Se piensa en rituales de fertilidad o de festejo de la masculinidad, se citan ciertos episodios como fenómenos de castración, etc. Aunque recubiertas con cierta cualidad de veracidad--como si presentaran parcialmente la estructura y además recalcaran que efectivamente ésta se encuentra detrás del andamiaje, dándole vida--sentimos que tales descripciones no encuentran una fuerza persuasiva por su parcialidad. ¿Por qué nos interesaría, como sociedad y como público, el deseo individual de alguien que pretende reafirmarse en su masculinidad, por qué nos interesaría su emasculación simbólica, etc.? Es sólo dentro del complejo estructural que estas situaciones pueden exponerse de esta manera,  tales descripciones ya suponen un “detrás de escena” en el cual encajan y se explican.
El interés que poníamos en duda viene ya supuesto en la noción de rito: la violencia codificada en prácticas reglamentadas solo puede darse en una comunidad de sentido en la cual cumple su función de elaboración de la fantasía. Que la lidia no sea en ningún sentido una batalla a vida o muerte excepto en tanto que batalla ritual devela primero y de manera más obvia que esta práctica pretende satisfacer una necesidad de una comunidad. Como cualquier otro ritual, la lidia pretende incrustar la fantasía en el mundo simbólico de la comunidad, o para usar la expresión de Lacan, “darle cuño” a tal fantasía. La fantasía que se pretende elaborar es la fantasía conservadora por excelencia: un agente del mundo simbólico debe enfrentarse a la fuerza real pre-simbolizada. Como en el relato del noble mata dragones, el torero es ya un paladín del poder simbólico, un caballero del reino que reduce este exceso de realidad mediante la creación simbólica de una nueva identidad: el mata-dragones o simplemente, el matador. Este tramado inocente es conservador porque lo que se pretende regular, simbolizar, es en realidad el exceso de placer: la posibilidad del goce. Que una lidia nunca se trate de hacer daño al animal, a los ojos del taurino, y que efectivamente nunca devenga en una orgía de destrucción de la unidad biológica viva a pesar de las condiciones dadas es por supuesto un rasgo esencial al asunto: de lo que se trata es de codificar la posibilidad de la destrucción, no entregarse a ella.** La confirmación de este fenómeno puede venir quizás de una episodio más bien atípico: cuando un grupo de activistas franceses se ubicaron en el centro del ruedo con la intención de evitar la corrida, su irrupción produjo un comportamiento inusualmente violento y lascivo en los habitualmente apaciguados espectadores de la lidia. Su presencia había sustituido la del toro, y su irrupción en los procedimientos simbólicos de la fiesta les había hecho literalmente el foco de una violencia nada ritual. El exceso que todos van apaciblemente a presenciar ser reducido se volcó sobre los activistas al no seguir su curso de simbolización regular.
Visto así, el que la corrida pueda presentarse como un celebración de la masculinidad es sólo un corolario al tema lacaniano del Nombre del Padre. El mundo simbólico es el mundo ignagurado por el significante del falo. Lo que el ritual hace es entonces codificar la fantasía en esos términos. Aunque la identificación parcial entre el falo y el pene no es ni con mucho simple, los hombres reales son los beneficiados en tal orden simbólico.*** En este sentido es ambigua también la identificación del toro con el falo, pues precisamente lo que se pretende en la corrida es darle tal cuño. Originariamente, como decíamos, el escenario es el de un exceso obsceno de realidad que conforme la corrida progresa puede tanto reflejar nuestra propia libido potencialmente peligrosa, capaz de generar goce, como su dominación mediante el rito. El resultado es el placer estético del arte taurino. Por supuesto, este placer no le pertenece de manera inherente, es tan solo la sublimación del goce atemperado, el pago por la castración simbólica.**** Un rasgo que apuntala esta lectura es que al inicio de la corrida, la función de las heridas que se le infligen al toro es la de mostrar su exceso de vida mediante la exposición de su latente exuberancia biológica, lo grotesco de las banderillas es simplemente lo grotesco en general: la realidad viscosa de la existencia (del toro) que aparece como excreción supurante. Pero al final, la estocada ha de ir al interior del cuerpo donde se presupone toca el corazón, el impulso noble de la vida animal. Que no se trate de un ataque directo al pequeño significante fálico del propio toro refleja la ambigua reacción de miedo a lo imposible que es el miedo a la castración o, dicho de otra manera, la fascinación con la instauración de la ley del padre.
Aquí se puede desmantelar la argumentación que pretende caracterizar a la corrida como una lucha equitativa. Aunque riesgosa, la ficción simbólica exige que la elaboración de la fantasía taurina tenga por fin la muerte del animal. Todo el rito está encaminado a mantener el riesgo de una cogida como una mera posibilidad y nada más. En este punto podríamos preguntarnos, ¿quién está presupuesto aquí, quién podría querer desmantelar un rito tan reconfortante, quién quiere dejar a las pulsiones libres y sentir el miedo ominoso detrás de ellas? Por supuesto, el que ya no comulga con esa comunidad simbólica, sea por las razones que sea. Es de notar que el colectivo taurino es actualmente reducido, su posición de iniciados respecto a la tauromaquia como una tradición ya no puede convencer mediante los artilugios habituales del rito: el ritual verdadero es un modo de vida, y no puede ser visto como una práctica desde dentro de la comunidad, pues todos se encuentran inmersos en él. La postura que pretende hacer de la tauromaquia un fenómeno cultural es ya una de desapego. No obstante, el taurino tiene pocas opciones al respecto, pues la existencia de la tauromaquia como modo de vida y su apoyo total por parte de la comunidad solo podía darse en su entorno agrícola originario; un rito así en la organización urbana de la vida parece más bien reflejar una compulsión de  repetición como ofrenda a la obediencia a la ley. O para ponerlo en términos de cuestionamiento: ¿qué puede fantasear la tauromaquia actualmente? Aunque la fantasía sirve en cierto sentido para instaurar sus propios parámetros del deseo, el deseo es en última instancia un reflejo encarnado de la pulsión, no debería pues sorprendernos que la existencia actual de tal fantasía sea puramente estructural, que lo único que pretenda sea refrendar su sujeción a los parámetros de la tradición, a los parámetros de la ley del padre como protección ante una pulsión ominosa.***** De alguna manera, lo que los taurinos hacen al defender la tauromaquia es construir un nuevo rito sobre la práctica fáctica que consiste en defender tales valores frente a los que ya no pertenecen a la comunidad simbólica. Es más torero el taurino que el torero, por decirlo a manera de eslogan. Por supuesto, este rito está codificado y debe obedecer los principios regulares de la comunidad. De ahí pues que la defensa de la tauromaquia siempre discurra por la elaboración de su valor estético, su importancia como tradición y su significación cultural para la unidad de la comunidad.
Aquí es donde la discusión entre taurinos y animalistas toma el cariz de una pelea sobre la regulación de la jouissance propia de una comunidad de sentido. Lo que los taurinos temen, exagerando pero no en la manera más obvia, es la eliminación de la Cosa que constituye su comunidad de sentido. Lo que los animalistas no entienden, a ojos de los taurinos, es que la tauromaquia es una forma de regular el goce que los identifica como comunidad. El miedo del taurino, en este sentido, es el miedo xenófobo por excelencia: los extraños pretenden quitarnos nuestras formas de placer. La pregunta claro, sería si en realidad existe una comunidad determinada actualmente por este deseado modo de vida; si no es, más bien, ya una curiosidad folclórica, un aspecto más en la vida de una persona que en ciertas circunstancias se identifica como taurina. Por supuesto, cuando la fiesta taurina sólo sea un recuerdo será cuando su valor estético y su importancia como tradición se exaltarán con mayor ahínco por los taurinos. ¿No es esa existencia, ya meramente fantasmal, mejor aún que la real? 
Esta lectura da pocas pautas estratégicas a los animalistas, pues precisamente sólo se puede desarticular una práctica tal minando su poder como fantasía. La desaparición real de la tauromaquia, como sugerimos anteriormente, sólo tendrá como consecuencia una exacerbación de su poder imaginario. No obstante, quizás no sean los animalistas los que deban obtener algo de esta lectura, sino los propios taurinos, pues, bajo este matiz, ¿no es terriblemente infantil la fascinación con tal espectáculo, no se debería sentir cierto bochorno al descubrir las causas de la fascinación? Como cuando descubrimos que detrás de Santa Claus se encontraba nuestro padre.

*Cfr. El acoso de las fantasías, Slavoj Zizek, Siglo XXI, Primera edición 1999, Quinta reimpresión, 2013. Traductora Clea Braunstein Saal, México, 255 pp. La siguiente lectura de la tauromaquia se basa en la concepción lacaniana de fantasía que Zizek desarrolla en tal libro.
**La desintegración del cuerpo del animal muerto ocurre siempre tras bambalinas, ahí de donde viene el toro y a donde en última instancia termina. Por supuesto, no es nada incidental el que la disposición de la plaza de toros obedesca a su función en el complejo fantasmático: el juez de plaza tiene su lugar en lo alto, desde donde puede juzgar todo, el ruedo está a la vista, es el foro de la acción mientras que la parte oscura se dedica a los corrales y al desolladero. ¿No son estos una copia fiel del lugar del super yo, el yo y el ello freudianos?
***Para una aclaración del poder fálico y su relación con el pene, véase la página 144 y ss. de la obra citada.
****La inscripción de lo Real en lo Simbólico es la castración simbólica. En el escenario que nos concierne, esta relación es hasta cierto punto obvia pues es la sociedad (machista, fundada en la “ley del padre”) la que nos quita la posibilidad de gozar...
***** Aquí cabría distinguir dos procesos con resultados más o menos similares. La compulsión de repetición es el cumplimiento de una demanda del super yo. La actividad del compulsivo pretende en última instancia eliminar el deseo, no ocluir el placer. En este sentido, la compulsión es histérica. Por otro lado, podríamos tener también un intento continuo de simbolizar el goce mediante los objetos materiales de la fiesta--el coleccionista fetichista, por ejemplo. En los matemas de Lacan, los fetiches son siempre objetos a (aunque lo contrario no sea cierto). Es decir, resabios de la falta de castración: remanentes de un proceso de simbolización incompleto del goce. Su áura atractiva viene de estar “teñidos” por un “no sé qué” maravilloso (de goce). ¿No podría ser un taurino un fetichista o un histérico en estos sentidos?  

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