Mi fantasma en la máquina


La ventana del colectivo le muestra la pastura de otoño a un hombre que va muriendo a todo lo largo de la carretera. Al hombre le preocupan varias cosas: el tiempo restante del servicio eléctrico, la caducidad de la leche en el refrigerador, la fecha de pago de su tarjeta de crédito, el pago de la renta, la irritación en su ingle. Es una lista repleta de valores que se ven afectados por cómo el tiempo se agota. El pasto, amarillo y ondulante por el viento que corre en esta punta de la civilización gracias a la ausencia de edificios, también va llegar a su fin. La parada en la que se piensa bajar consiste en un conjunto de casas que cortan la llanura con sus aceras de concreto. Es curioso: no mira los tallos que parecen espigas de las plantas, no se preocupa por el tiempo que parece sólo poder ejercer esa acción monótona de agotarse, se atiene más bien a algo que no puede mirarse y que aun así le ocupa con mayor agonía que cualquier detalle tangible. Se da cuenta que a veces se piensa, dentro de sí mismo, como un interlocutor que tiene una conversación con alguien más. Esto, le parece, no es llevado a cabo de la forma más obvia posible: No se dice, tú, qué peligroso es no pagarle al banco. No se responde, sí, lo sé, deberíamos de hacer algo al respecto. No, no se habla en segunda persona, ni en tercera persona tampoco--ya que estamos entrados en aclaraciones. Más bien, sus pensamientos son respuestas que, aunque siempre las formula en primera persona, asumen un coro, un interlocutor, un alguien que puede escucharlas e interpretarlas de alguna manera. No sabe si es el pasto, el tiempo, el agotamiento, lo que le hace darse cuenta que nunca habla para sí, para él, que nunca habla siendo una sola persona la que toma la palabra. Sabe, por otro lado, que nada tan particular como un pistilo o una piedra podría inducirle tal pensamiento. No sabe, además, cómo lo sabe. Es algo que viene amasándose en los engranes de su cuerpo al dar uno o dos pasos, al bajar del autobús y caminar hacia su casa. Es algo que viene amasándose en los huesos de la cadera, en la coyuntura del humero y su soquet. ¿Cómo hablar para sí mismo, por sí mismo, únicamente desde sí? De este estado de ánimo, desde la solución que sus articulaciones le presentan, le sobreviene una sensación apenas percibida en otras ocasiones de tener el control absoluto de su lengua y de su habla. Empieza, no a dialogar con el mundo, sino a cantar un monólogo que parece no tener objetivo ni fin material. No se trata jamás de encontrar una posible solución a todos los problemas que me acechan, una para todos. Eso es imposible. Se trata de colocar todo los problemas bajo la misma perspectiva. Aquella bajo la cuál es claro que ninguno de ellos puede afectar este recinto, que me apetece nombrar sagrado, de figuras y metáforas que conformar mi personalidad. Eso es. Ningún problema real, en cuanto instancia física que impide o me obliga a la acción, puede modificar la manera general en la que abordo la vida. Esta es mi proposición inicial: nada puede afectarme. Así continua durante la tarde, poseído por sí mismo.

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