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Era una chava. Tenía 26 años. Había visto Se7en a los 11, lo que supongo no ha de ser fácil de digerir, o más bien, lo que le había impresionado bastante, pues, al día siguiente, como ella aseguró, y su determinación no me quedaría en lo más mínimo en duda, comenzó a registrar sus experiencias de la misma manera que John Doe. Escribía 35 páginas diarias, más o menos, lo que hacían aproximadamente 190 mil al día de hoy. Escribía en A4 originalmente sueltas y luego las ataba en cuadernillos con tiras de cuero. Como John Doe, las archivaba por fechas en estantes que iba agregando a las paredes de su casa. La primera vez que entré me quedé, bueno, le pregunté de inmediato si hacía algún tipo de cosecha, si guardaba lo que le parecía mejor. Me explicó cómo se dio cuenta que tendría más sentido intentar mejorar su escritura, de tal manera que una vez bien avanzado el proceso, pudiera tomar cualquier librillo y entretenerse. Al mes de haber comenzado, recordó lo que para ella era un pasaje para releer. Lo buscó, pero ya tenía unas doscientas sesenta mil palabras dónde hacerlo. No había caso, tenía que mejorar, tenía que escribir cada frase de una manera más digna que la anterior. La experiencia, no obstante, también le había dejado un malestar que floreció en otra resolución terrible: recordar todo lo que escribía de manera más precisa. Imagina, había desarrollado una memoria autobiográfica increíble para recordar sus pensamientos y experiencias durante el día y poder así escribirlas en la noche, y una memoria textual magnífica para recordar los pasajes. Bueno, en realidad, ni siquiera eso, había desarrollado un lenguaje, una visión del lenguaje, extraordinaria. La memoria tiene sus límites y entre más similares sean las entradas que le damos para recordar, más difícil es que con el tiempo podamos distinguirlas, así que cada anotación debía tener algo único para poder ser recordada y al movernos diariamente en ambientes más bien estables, el contenido no podía ser la razón para individualizarlos. La gramática ordinaria no le servía de nada para en verdad explorar el lenguaje, para flexibilizarlo y permitirle esa variedad increíble. Así que había desarrollado una gramática intermedia, según decía, pues categorizaba las palabras no según su función sino por el tipo de palabras con las que podían combinarse. Así pues, tenía categorizados todos los verbos que requerían introducir sus objetos mediante la proposición "con", qué imperativos aceptaban dobles pronombres agregados al final de ellos, o qué palabras simplemente no obedecían las leyes de la gramática tradicional. Por supuesto, había tenido que desarrollar conceptos que encapsularan todas estas curiosidades y tuvo la suerte de proponer una taxonomía que le permitía mezclarlos y obtener usos reales del lenguaje. Su gramática le había dado una máquina de construir oraciones con estructuras reales pero que a ella se le presentaban tan distintas la una de la otra como sujeto y predicado lo son para nosotros. Está difícil que pueda transmitirte la riqueza de su gramática, me acuerdo de esos ejemplos por haberlos pensado alguna vez de rebote, pero ella podía citarte un uso curioso de cada palabra que pronunciaras. Te decía, esa es una palabra paralelepípeda de entonación rugosa y utilización oscilante, es decir que sólo acepta utilizarse con palabras de diodo, aunque... a ver, si la situaras frente a una oración puramente sanguínea (y pasaba un rato explicando qué categorías construían una oración sanguínea) quizás... a ver escribámoslo. Según ella, una editorial o un editor podía quedar completamente descrito por qué tipo de oraciones prefería. Me mostraba cuadernillos escritos pensando en el fraseo preferido de Anagrama o el Acantilado. Le pregunté si sabía cuántos de sus conceptos tenían equivalentes en la lingüística regular, y me dijo que muchos, que quizás la mayoría de sus conceptos simples tenían un equivalente, pero que no solían mezclarse de la misma manera que ella lo hacía. Toda su gramática compleja era nueva. Me dijo, la literatura está en la infancia gracias al lenguaje ordinario. Si la música tratara de imitar algo, no habríamos escuchado a Mozart. Efectivamente, sus cuadernos eran más parecidos a una fiesta, a una orquesta, que a algo que suena en el telediario. Le pregunté sin planeaba publicar y me respondió con un rotundo sí. Lo haría a los 37, otras doscientas mil páginas en el futuro. Ella sabía que cada día escribía mejor, que cada día podía encontrar más notas, más configuraciones armoniosas en el aparato infinito del lenguaje. Cuando cumpliera treinta y siete, se pondría frente a su computadora y escribiría cien cuartillas. Después, las enviaría a una editorial de su gusto y seguiría escribiendo en sus librillos hasta morir. Si yo la sobrevivía, me dijo, podía reclamar los cuadernillos de las fechas en las que convivímos.

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