She's too good

Y sin embargo algo se puso a destellar en la crudeza de esa pesadilla, algo que irrumpió como una revelación pero que era apenas un recuerdo. [...] Saint-Nazaire... Un bando de madera a orillas del estuario, cerca del muelle abandonado donde Tellas y yo, ateridos, nos habíamos demorado una tarde de tormenta. No había nada en ese reminiscencia que me confortara: el paisaje era triste, un viento glacial se enseñaba con nuestras mejillas, nubes bajas velaban el puente y una vasta niebla la orilla vecina, y las pocas palabras que nos atrevíamos a pronunciar sonaban débiles y morían enseguida, empapadas en una congoja inexplicable. Pero lo que brillaba era la existencia del recuerdo, no su contenido: la prueba de que ese infierno, homogéneo y liso como se me presentaba, todavía podía resquebrajarse. De pronto Saint-Nazaire fue mi patria, mi infancia, la sede de una vida invalorable y prematura que había perdido para siempre y que sin embargo ninguna catástrofe, ni siquiera la que se había abatido sobre mí, reduciéndome a la pura contemplación de mi fin, podía borrar jamás. Ya no tenía fuerzas para aferrarme a ese brillo; las pocas que me quedaban se malgastaban en caminar, en vigilar las puertas traseras de los restaurantes, en esconder mi sombra exánime y monstruosa. Tampoco tenía ilusiones. Saint-Nazaire no era esa morada que la evocación me dovolvía. Ya no volvería a Saint-Nazaire. Pero podía, mientras me acercaba al hueso del infierno, decidir que contemplaría ese brillo cada vez que apareciera, con la misma resignada felicidad con que el condenado recibe el rayo de sol que todos los días, a la misma hora, atraviesa la penumbra de su celda.

Alan Pauls, Wasabi, 2005.

Esto es un comentario que sólo puede hacer un escritor celoso (y no soy escritor) o Jerry Seinfeld: Wasabi es demasiado buena y por eso, no me termina de gustar.


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