El honor de los poetas...
Voy a contarles algo acerca del honor de los poetas. Hubo una época en que yo no tenía dinero ni tenía el nombre que ahora tengo: estaba en el paro y me llamaba Pedro García Fernández. Pero tenía talento y era amable. Conocí a una mujer. Conocí a muchas mujeres, pero sobre todo conocí a una mujer. Esta mujer, cuyo nombre es preferible dejar en el anonimato, se enamoró de mí. Ella trabajaba en Correos. Era funcionaría de Correos, decía yo cuando los amigos me preguntaban qué hacía mi mujer. En realidad eso era un eufemismo para no decir que ella era cartera. Vivimos juntos durante un tiempo. Por las mañanas mi mujer salía a trabajar y no regresaba hasta las cinco de la tarde. Yo me levantaba cuando oía el leve ruido que hacía la puerta al cerrarse (ella era delicada con mi descanso) y me ponía a escribir. Escribía sobre cosas elevadas. Jardines, castillos perdidos, cosas así. Después, cuando me cansaba, leía. Pío Baroja, Unamuno, Antonio y Manuel Machado, Azorín. A la hora de comer, salía a la calle, a un restaurante en donde me conocían. Por la tarde, corregía. Cuando ella regresaba del trabajo solíamos hablar durante un rato, ¿pero de qué podía hablar un literato con una cartera? Yo hablaba de lo que había escrito, de lo que planeaba escribir: una glosa sobre Manuel Machado, un poema sobre el Espíritu Santo, un ensayo cuya primera frase era: a mí también me duele España. Ella hablaba de las calles que había recorrido y de las cartas que había repartido. Hablaba de los sellos, algunos rarísimos, y de las caras que había entrevisto en su larga mañana de repartidora de cartas. Después, cuando ya no aguantaba más, le decía adiós y me iba a vagabundear por los bares de Madrid. A veces acudía a presentaciones de libros. Más que nada por las copas gratis y por los canapés. Iba a la Casa de América y escuchaba a los orondos escritores hispanoamericanos. Iba al Ateneo y escuchaba a los satisfechos escritores españoles. Más tarde me reunía con amigos y hablábamos de nuestras obras o nos íbamos todos juntos a visitar al Maestro. Pero por sobre la chachara literaria yo seguía escuchando el ruido de los zapatos sin tacones de mi mujer que recorría su zona de reparto una y otra vez, silenciosa, arrastrando su bolsón amarillo o su carrito amarillo, eso dependía del grueso de la correspondencia a entregar, y entonces me desconcentraba, mi lengua, segundos antes ingeniosa, punzante, se volvía de trapo y me sumía en un hosco e involuntario silencio que los demás, incluido nuestro Maestro, solían interpretar, por suerte para mí, como una muestra de mi talante reflexivo, reconcentrado, filosófico. A veces, cuando volvía a casa a las tantas de la madrugada, me detenía en el barrio en el que ella solía trabajar y remedaba, simulaba, imitaba con gestos entre militares y fantasmales, su rutina diaria. Al final terminaba vomitando y llorando apoyado en un árbol, preguntándome a mí mismo cómo era posible que yo pudiera convivir con esa mujer. Nunca encontré respuestas o las que encontré no resultaban plausibles, pero lo cierto es que no la dejé. Vivimos juntos durante mucho tiempo. A veces, en un alto en la escritura y para consolarme, me decía que peor hubiera sido que fuera carnicera. Yo hubiera preferido, más que nada por seguir la moda, que fuera policía. Policía era mejor que cartera. Cartera, sin embargo, era mejor que carnicera. Después seguía escribiendo y escribiendo, enrabietado o al borde del desmayo, y cada vez dominaba más los rudimentos del oficio. Así fueron pasando los años y durante todo ese tiempo yo chuleé a mi mujer. Finalmente me gané el premio Nuevas Voces del Ayuntamiento de Madrid y de la noche a la mañana me vi en posesión de tres millones de pesetas y de una oferta para trabajar en uno de los más conspicuos periódicos de la capital. Hernando García León escribió una reseña elogiosísima de mi libro. La primera y la segunda edición se agotaron en menos de tres meses. He aparecido en dos programas de televisión, si bien en uno de ellos tengo la impresión de que me llevaron para que hiciera el payaso. Estoy escribiendo mi segunda novela. Y dejé a mi mujer. Le dije que nuestros caracteres eran incompatibles y que no le quería hacer daño y que esperaba que todo le fuera bien y que ella sabía que podía contar conmigo en cualquier momento, para lo que fuera. Después metí mis libros en cajas de cartón, mi ropa en una maleta y me marché. El amor, no recuerdo qué clásico lo dijo, sonríe a los que triunfan. No tardé en ponerme a vivir con otra mujer. He alquilado un piso en Lavapiés, un piso que pago yo, y en donde soy feliz y productivo. Mi actual mujer estudia filología inglesa y escribe poesía. Solemos hablar de libros. Y a veces se le ocurren ideas muy buenas. Creo que hacemos una estupenda pareja: la gente nos mira y asiente, de alguna manera personificamos el futuro y el optimismo no reñido con la sensatez y la reflexión. Algunas noches, sin embargo, cuando estoy en mi estudio dando los últimos toques a mi crónica semanal o revisando algunas páginas de mi novela, escucho pasos en la calle y tengo la impresión, casi la certeza, de que se trata de la cartera que ha salido a repartir la correspondencia a una hora inoportuna. Me asomo al balcón y no veo a nadie o tal vez veo al borrachín de turno de vuelta a casa, perdiéndose por una esquina. No pasa nada. No hay nadie. Cuando vuelvo a mi escritorio, no obstante, los pasos se repiten y entonces sé que la cartera está trabajando, que aunque no la vea la cartera está recorriendo su zona en la peor hora para mí. Y entonces dejo mi crónica semanal y dejo el capítulo de mi novela y trato de escribir un poema o dedicarle el resto de la noche a mi dietario, pero no puedo. El ruido de sus zapatos sin tacones resuena en el interior de mi cabeza. Un sonido apenas perceptible y que yo sé cómo exorcizar: me levanto, camino hasta el dormitorio, me desnudo, me meto en la cama en donde encuentro el cuerpo perfumado de mi mujer, le hago el amor, a veces con mucha dulzura, a veces de forma violenta, y después me duermo y sueño que ingreso en la Academia. O no.Es un decir. A veces, en realidad, sueño que ingreso en el Infierno. O no sueño nada. O sueño que me han castrado y que con el paso del tiempo unos testículos muy pequeñitos, como dos olivas incoloras, me vuelven a brotar de la entrepierna, y que yo los acaricio con una mezcla de amor y temor y que los mantengo en secreto. El día ahuyenta a los fantasmas. Por supuesto, de esto no hablo con nadie. Hay que mostrarse fuerte. El mundo de la literatura es una jungla. Yo pago mi relación con la cartera con unas cuantas pesadillas, con unos cuantos fenómenos auditivos. No está mal, lo acepto. Si tuviera menos sensibilidad, seguramente ya ni siquiera me acordaría de ella. A veces incluso tengo ganas de llamarla por teléfono, de seguirla en su reparto diario y verla, por primera vez, trabajar. A veces tengo ganas de quedar con ella en algún bar de su barrio que ya no es el mío y preguntarle por su vida: si ya tiene un nuevo amante, si ha repartido alguna carta proveniente de Malasia o Tanzania, si aún recibe, por Navidad, el aguinaldo del cartero. Pero no lo hago. Me conformo con oír sus pasos, cada vez más débiles. Me conformo con pensar en la inmensidad del Universo. Todo lo que empieza como comedia termina como película de terror.
Roberto Bolaño, Los detectives salvajes (1998).
Qué mierda somos.
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