Actualidad
Se anda muriendo el Papa y el Diego, hay nuevo dirigente del PAN, el domingo comenzó la F1 de forma alentadora, el miércoles pierde seguro el Madrid, mañana es día internacional de la mujer, Bolaño ganó el salambó, sigue nevando como loco en Europa, liberan presos políticos en Israel, el juicio contra Sclingo les ha botado la canica a los fiscales argentinos, se roban y recuperan cuadros y litografías de Munch,... El mundo sigue su pesado paso por los hechos y yo mientras pienso en qué alegre y fidedigna es esta descripción:
En cuanto a la intensidad de la intimidad física con su joven esposa era más discreto. Cuando estaban en público eran más bien mojigatos, y nadie habrá barruntado el secreto de su vida sexual. Antes de conocer a Dawn, él no se había acostado con ninguna de las chicas con las que salía. Lo había hecho con dos prostitutas cuando estaba en el cuerpo de marines, pero eso no contaba, y por ello sólo después de casarse descubrieron lo apasionado que él podía ser. Tenía un vigor y una fuerza enormes, la pequeñez de ella al lado de su tamaño, la manera en que podía alzarla en brazos, la corpulencia de su cuerpo en la cama a su lado los excitaba a ambos. Dawn comentaba que, cuando él se quedaba dormido después de hacer el amor, tenía la sensación de estar durmiendo al lado de una montaña. A veces le emocionaba pensar que estaba durmiendo al lado de una roca enorme. Cuando estaba tendida debajo de él, el Sueco la embestía con mucha energía, pero al mismo tiempo se mantenía a distancia a fin de no aplastarla, y gracias a su vigor y su fuerza podía mantenerse así durante largo rato sin cansarse. Con un brazo podía alzarla y darle la vuelta sobre las rodillas o sentarla en su regazo y moverse fácilmente bajo el peso de sus cincuenta kilos. Durante varios meses, después de la boda, ella se echaba a llorar tras alcanzar el orgasmo. Se corría, rompía a llorar y él no sabía cómo interpretar aquello. “¿Qué te pasa?”, le preguntaba. “No lo sé.” “¿Te hago daño?” “No. No sé a qué se debe. Es casi como si el esperma, cuando lo sueltas en mi cuerpo, hiciera saltar las lágrimas.” “Pero no te hago daño.” “No.” “¿Es agradable, Dawnie? ¿Te gusta?” “Me encanta... Hay algo que... llega a un lugar adonde no llega nada más, y ése es el lugar donde están las lágrimas. Llegas a una parte de mí done nada más llega nunca.” “Muy bien. Mientras no te haga daño.” “No, no. Sólo es extraño... es extraño... no estar sola resulta extraño.” Sólo dejó de llorar cuando él, por primera vez, deslizó su lengua en las profundidades de su entrepierna. “Si lo hago de esta manera no lloras”, le dijo. “ha sido muy diferente”, replicó ella. “¿Ah, sí? ¿Por qué?” “Supongo que... no sé. Supongo que estoy otra vez sola.” “¿No quieres que vuelva a hacerlo?” “Sí que lo quiero”, dijo ella, riendo, “claro que sí.” “Muy bien.” “Dime, Seymour..., ¿cómo sabes hacer eso?¿Lo habías hecho antes?” “Jamás.” “¿Entonces por qué lo has hecho? Dímelo.” Pero él no podía explicar las cosas tan bien como ella y no lo intentó. Simplemente había experimentado el deseo de hacer algo más, así que le alzó las nalgas con una mano y le elevó el cuerpo hasta la altura de su boca, para hundir la cara allí y avanzar, avanzar hacia donde nunca había estado antes, los dos entrelazados en una complicidad de éxtasis. Por descontado, él no tenía ningún motivo para pensar que ella se lo haría alguna vez, y un domingo por la mañana se lo hizo. La pequeña Dawn le puso la hermosa boquita alrededor de la verga. El Sueco estaba pasmado, ambos lo estaban. Aquello era tabú para los dos. A partir de entonces lo practicaron durante años y años, nunca se detenían. “Hay algo en ti tan conmovedor”, le susurraba ella, “cuando llegas al punto en que pierdes el control de ti mismo.” Era tan conmovedor para ella, le explicó, que aquel hombre tan reservado, bueno, cortés, bien educado, un hombre que siempre controlaba su fuerza, que había dominado su enorme fuerza y carecía de impulsos violentos, cuando rebasaba el punto sin retorno, más allá del momento en que uno no se siente avergonzado de nada, cuando había rebasado la capacidad de juzgarla o pensar que de alguna manera era una mala chica por la vehemencia con que deseaba hacerlo, aquellos últimos tres o cuatro minutos que culminarían con el orgasmo... “Hace que me sienta tan femenina”, le decía ella, “hace que me sienta tan poderosa..., hace que me sienta las dos cosas.” Cuando se levantaba de la cama después de que hubieran hecho el amor, con un aspecto de alborotado desaliño, la piel enrojecida, el cabello desgreñado, el maquillaje de los ojos corrido y los labios hinchados, e iba a orinar al baño, él la seguía y la alzaba del asiento después de que ella se hubiera limpiado, la colocaba a su lado ante el espejo y les desconcertaba a ambos no sólo lo hermosa que estaba, sino lo hermosa que haber hecho el amor le permitía estar, y el hecho innegable de que parecía otra mujer. El semblante social había desaparecido, ¡allí estaba Dawn despojada de toda convención!
En cuanto a la intensidad de la intimidad física con su joven esposa era más discreto. Cuando estaban en público eran más bien mojigatos, y nadie habrá barruntado el secreto de su vida sexual. Antes de conocer a Dawn, él no se había acostado con ninguna de las chicas con las que salía. Lo había hecho con dos prostitutas cuando estaba en el cuerpo de marines, pero eso no contaba, y por ello sólo después de casarse descubrieron lo apasionado que él podía ser. Tenía un vigor y una fuerza enormes, la pequeñez de ella al lado de su tamaño, la manera en que podía alzarla en brazos, la corpulencia de su cuerpo en la cama a su lado los excitaba a ambos. Dawn comentaba que, cuando él se quedaba dormido después de hacer el amor, tenía la sensación de estar durmiendo al lado de una montaña. A veces le emocionaba pensar que estaba durmiendo al lado de una roca enorme. Cuando estaba tendida debajo de él, el Sueco la embestía con mucha energía, pero al mismo tiempo se mantenía a distancia a fin de no aplastarla, y gracias a su vigor y su fuerza podía mantenerse así durante largo rato sin cansarse. Con un brazo podía alzarla y darle la vuelta sobre las rodillas o sentarla en su regazo y moverse fácilmente bajo el peso de sus cincuenta kilos. Durante varios meses, después de la boda, ella se echaba a llorar tras alcanzar el orgasmo. Se corría, rompía a llorar y él no sabía cómo interpretar aquello. “¿Qué te pasa?”, le preguntaba. “No lo sé.” “¿Te hago daño?” “No. No sé a qué se debe. Es casi como si el esperma, cuando lo sueltas en mi cuerpo, hiciera saltar las lágrimas.” “Pero no te hago daño.” “No.” “¿Es agradable, Dawnie? ¿Te gusta?” “Me encanta... Hay algo que... llega a un lugar adonde no llega nada más, y ése es el lugar donde están las lágrimas. Llegas a una parte de mí done nada más llega nunca.” “Muy bien. Mientras no te haga daño.” “No, no. Sólo es extraño... es extraño... no estar sola resulta extraño.” Sólo dejó de llorar cuando él, por primera vez, deslizó su lengua en las profundidades de su entrepierna. “Si lo hago de esta manera no lloras”, le dijo. “ha sido muy diferente”, replicó ella. “¿Ah, sí? ¿Por qué?” “Supongo que... no sé. Supongo que estoy otra vez sola.” “¿No quieres que vuelva a hacerlo?” “Sí que lo quiero”, dijo ella, riendo, “claro que sí.” “Muy bien.” “Dime, Seymour..., ¿cómo sabes hacer eso?¿Lo habías hecho antes?” “Jamás.” “¿Entonces por qué lo has hecho? Dímelo.” Pero él no podía explicar las cosas tan bien como ella y no lo intentó. Simplemente había experimentado el deseo de hacer algo más, así que le alzó las nalgas con una mano y le elevó el cuerpo hasta la altura de su boca, para hundir la cara allí y avanzar, avanzar hacia donde nunca había estado antes, los dos entrelazados en una complicidad de éxtasis. Por descontado, él no tenía ningún motivo para pensar que ella se lo haría alguna vez, y un domingo por la mañana se lo hizo. La pequeña Dawn le puso la hermosa boquita alrededor de la verga. El Sueco estaba pasmado, ambos lo estaban. Aquello era tabú para los dos. A partir de entonces lo practicaron durante años y años, nunca se detenían. “Hay algo en ti tan conmovedor”, le susurraba ella, “cuando llegas al punto en que pierdes el control de ti mismo.” Era tan conmovedor para ella, le explicó, que aquel hombre tan reservado, bueno, cortés, bien educado, un hombre que siempre controlaba su fuerza, que había dominado su enorme fuerza y carecía de impulsos violentos, cuando rebasaba el punto sin retorno, más allá del momento en que uno no se siente avergonzado de nada, cuando había rebasado la capacidad de juzgarla o pensar que de alguna manera era una mala chica por la vehemencia con que deseaba hacerlo, aquellos últimos tres o cuatro minutos que culminarían con el orgasmo... “Hace que me sienta tan femenina”, le decía ella, “hace que me sienta tan poderosa..., hace que me sienta las dos cosas.” Cuando se levantaba de la cama después de que hubieran hecho el amor, con un aspecto de alborotado desaliño, la piel enrojecida, el cabello desgreñado, el maquillaje de los ojos corrido y los labios hinchados, e iba a orinar al baño, él la seguía y la alzaba del asiento después de que ella se hubiera limpiado, la colocaba a su lado ante el espejo y les desconcertaba a ambos no sólo lo hermosa que estaba, sino lo hermosa que haber hecho el amor le permitía estar, y el hecho innegable de que parecía otra mujer. El semblante social había desaparecido, ¡allí estaba Dawn despojada de toda convención!
Philip Roth, Pastoral Americana, 1968. Será porque postee dos narraciones caldufas anterioremente, o quizás el mundo nunca lo sabrá.
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saludos!