Conductismo en Kamen No Kukuhaku

Quería morir entre desconocidos, sin que nadie me molestara, bajo un cielo sin nubes. Y, sin embargo, mi deseo era diferente de aquellos sentimientos expresados por el antiguo griego que deseaba morir bajo un sol esplendente. Lo que yo quería era un suicidio natural, espontáneo. Quería morir como un zorro todavía poco versado en el arte de la astucia, que pasa confiado por un sendero de montaña, y, a causa de su propia estupidez muere bajo el disparo de un cazador.

Si eso era lo que yo quería, ¿no parecía que el ejercito fuera ideal para conseguir mis propósitos? ¿Por qué había adoptado aquel aire de franqueza mientras contestaba con mentiras las preguntas del médico militar? ¿Por qué le había dicho que había tenido un poco de fiebre durante los últimos seis meses, que estaba con el hombro rígido y dolorido, que escupía sangre y que la noche anterior tuve abundantes sudores? (Esto último era verdad, aunque no dejaba de ser lógico si tenemos en cuenta la formidable cantidad de aspirinas que había ingerido) ¿Por qué, cuando oí que me condenaban a volver a mi casa aquel mismo día, sentí la presión de una sonrisa en las comisuras de los labios, una presión tan insistente que me costó dominarla? ¿Por qué había echado a correr tan velozmente, en cuanto crucé la puerta del cuartel? ¿Acaso mis esperanzas no habían quedado aniquiladas? ¿Por qué no salí de allí con la cabeza baja y por qué no me alejé a pasos lentos y pesados?

Me daba cuenta con toda claridad de que mi vida jamás alcanzaría unas cimas de gloria que justificaran el haber escapado a la muerte en el ejército, y, por eso no podía determinar cuál era la fuente de aquella alegría que me había inducido a alejarme corriendo de la sede del regimiento. ¿Significaba que deseaba vivir? Y aquella reacción totalmente automática que me impulsaba a dirigirme a la carrera al refugio antiaéreo, ¿qué significaba sino deseo de vivir?

Entonces habló mi otra voz interior, y me dijo que jamás, ni una vez en la vida había deseado verdaderamente la muerte. Esas palabras motivaron que la vergüenza rebosara del dique en que la había confinado. Se trataba de una dolorosa confesión, pero en aquel momento supe que me había mentido a mí mismo cuando me dije que ansiaba ingresar en el ejército para morir. Me di cuenta de que había tenido secretas esperanzas de que el ejército me concediera al fin una oportunidad de satisfacer mis extraños deseos sensuales. Y supe que, lejos de desear la muerte, lo único que pudo ser causa de que ansiara ingresar en el ejército era la firme convicción, nacida de una primitiva fe en el arte de la magia, común a todos los hombres, de que yo era el único ser que jamás moriría...

Yukio Mishima, Confesiones de una mascara, 1949. Preciso relato de una mente sádica dedicada a la introspección, entiéndase: una joya.

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